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edición especial

TEATRO, SOCIEDAD Y POLÍTICA

Leonardo Azparren Giménez

       Como persona y crítico, crecí con la generación que emergió en el teatro venezolano a partir de 1958 con la democracia, la revolución o el intento de hacerla y la riqueza petrolera. Me formé considerando el teatro en estrecha correlación con esos marcos sociales, pero sin apegos ideológicos. Era imposible no sentir simpatía por la revolución en lo que significaba de cambio social, pero la democracia garantizaba una vida en libertad, lo que estaba en duda en los procesos revolucionarios. Y la riqueza petrolera permitía ser optimista por la seguridad que suponía.

       Formado en Barquisimeto por Carlos Denis, alumno del mexicano Jesús Gómez Obregón, aprendí que el teatro implica una ética y un compromiso. El drama y su puesta en escena deben ser representaciones del ser humano como ser social. Llegué a criticar duramente a Ionesco. Por eso mi interés por el teatro de César Rengifo y Román Chalbaud, y mi simpatía por el grupos Máscaras y mi permanente amistad con Humberto Orsini. Estudiar filosofía en la Universidad Central de Venezuela completaba un marco social general en el que el compromiso era un a priori insoslayable. En mi caso, el compromiso tenía un componente católico adquirido en el colegio La Salle de Barquisimeto y la asociación Vanguardia, con la que hicimos mucho trabajo social en el Barrio Unión. Además, el Concilio Vaticano II estimulaba los cambios.

       Mi primer gran sacudón fue con La quema de Judas, de Román, no sólo por su madurez dramática respecto a Sagrado y obsceno y Caín adolescente, sino por el compromiso del autor, quien declaró que era su contribución para que un mundo desapareciera. Era 1964, en un país convulsionado por movimientos subversivos inspirados y apoyados por los cubanos, una democracia que pujaba para mantenerse (y se mantuvo) y mis inicios críticos en algunas revistas universitarias. Escribí críticas comprometidas gracias al impacto en mí de la obra de Román. Y miraba con reservas el teatro de Isaac Chocrón, mientras José Ignacio Cabrujas no era nítido en el horizonte a pesar de El extraño viaje de Simón el malo.

       Consolidé mi posición con la lectura de dos autores: Bertolt Brecht y Jean Duvignaud. Aquel, por la manera de concebir el teatro de arte, drama y representación, influencia acentuada en 1968 cuando asistí con Clemente Izaguirre a un encuentro internacional en el Berliner Ensemble, en Berlín Oriental. El francés, por su análisis de la práctica teatral sin enfoques mecanicistas de causa-efecto, y con análisis ricos de las correlaciones entre marcos sociales y obra de arte. Siempre estoy agradecido.

       Sería importante representar hoy La quema de Judas en zonas caraqueñas como Catia y el 23 de Enero, para confrontar a los espectadores con una realidad más suya que de los espectadores del Ateneo de Caracas en 1964. Se estaría dando cumplimiento a una afirmación de Aristófanes en Las ranas: hacer mejor a los ciudadanos en las ciudades es la tarea de los poetas. Pero estamos posmodernistas; es decir, hemos rechazado los grandes relatos para ser impresionistas, mientras los otros aprovechan el vacío para construir sus grandes relatos.

       De vez en cuando recuerdo cuando el teatro era arte, en cierto sentido un modo de vida. Cuando aparecieron los profesionales la búsqueda de la eficacia fue el objetivo. Es la eterna paradoja del teatro, porque ante él es contundente la taquilla. O no importa la taquilla, es decir los espectadores, cuando el teatro está subsidiado y sus necesidades materiales resueltas sin esfuerzo. Recuerdo en este momento una conversación con un gran amigo del teatro de nuestra provincia. Me preguntó cuál era mi sueldo como presidente de la Fundación Teresa Carreño, y se asombró cuando lo supo porque él, que vivía subsidiado, tenía uno con un 50% más que el mío. No recuerdo si llegaba a dos montajes anuales.

       Con los profesionales aparecieron los primeros actores y las primeras actrices, hasta hoy. Además de su costo en el presupuesto de una producción, sigue siendo interesante escarbar en sus currículos para encontrar poco o nada que avale ser primeros y primeras. Con ellos desaparecieron poco a poco los actores de reparto, aquellos que con su experiencia y oficio sostienen cualquier obra en escena, como el magnífico Arturo Calderón. Comenzaron a abundar las obras de pocos actores, lógicas si consideramos el peso de la taquilla, el importe de las figuras y la falta de actores de respaldo.

       Teatro, sociedad y política, ángulos de un triángulo equilátero imposible de evadir e ignorar por acción u omisión. Si no, ¿cómo explicar que en la década de los sesenta del siglo XX unos militares mandones en Grecia prohibieron las representaciones de Esquilo, dramaturgo del siglo V antes de Cristo? ¿O el suicidio de Maiakovski y la persecución y muerte de Meyerhold en la Rusia revolucionaria? ¿O las persecuciones del macartismo en USA contra autores, actores y directores? ¿O la apropiación de autores y creadores por parte de regímenes, a quienes oficializan suyos? Teatro, sociedad y política, triángulo para asumirlo de una vez por todas.

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edición especial

Teatro y literatura

Leonardo Azparren Giménez

         Entre nosotros, en Venezuela, la obra de los dramaturgos no siempre ha sido estimada y valorada, incluso ha merecido poco espacio  en algunas investigaciones sobre la cultura nacional; en consecuencia, no es valorada con la misma importancia que la narrativa y la poesía. Esta situación da pie para discutir si la obra dramática es o no literatura.

         Es el caso de que los dramaturgos venezolanos no han sido incluidos en los estudios e investigaciones sobre la literatura venezolana. Revisemos algunas publicaciones. Gonzalo Picón Febres publicó en 1906 La literatura venezolana en el siglo XIX, en la que no se ocupó, por ejemplo, de la obra dramática de autores tan importantes como Heraclio Martín de la Guardia, Eloy Escobar y Adolfo Briceño Picón; en consecuencia, ignoró la existencia de la dramaturgia romántica del siglo XIX con una veintena de autores. Felipe Tejera le presta debida atención solo a Aníbal Dominici en Perfiles venezolanos (1881). En Noventa años de literatura venezolana (1993) José Ramón Medina dedica menos de una página al teatro. En Literatura hispanoamericana (1976), Oscar Sambrano Urdaneta y Domingo Miliani no reservan espacio para la dramaturgia. En Nación y literatura, itinerarios de la palabra escrita de la cultura venezolana (2006) los editores (Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares y Beatriz González Stephan) invitaron a Luis Chesney, dramaturgo, quien no escribió sobre la palabra escrita de nuestra dramaturgia, sino sobre los maestros que entre 1945 y 1958 modificaron y renovaron la pedagogía teatral. En El país en el espejo de su literatura (2007), editado por la Fundación Francisco Herrera Luque, participé como crítico (“La crítica teatral: largo viaje a lo irrisorio”). En el Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina (1995), figuran algunos pero no Rafael Guinand, figura central del sainete y en el artículo sobre Julio Planchart no hay mención a su obra fundamental: La república de Caín.

         Quiero decir con lo anterior que los dramaturgos en Venezuela no son considerados escritores o literatos. La obra dramática de Rómulo Gallegos, por ejemplo, fue ignorada durante largo tiempo, a pesar de su importancia en los albores de la primera época moderna de nuestra dramaturgia. Un tanto, aunque menos, ocurre en Arturo Úslar Pietri.

         Para abordar este tema es bueno aceptar como premisa que no es posible hacer análisis en conjunto del teatro y la literatura, porque el teatro es mucho más que la palabra escrita. Y me refiero al teatro no al texto dramático, con lo que se hace evidente un aspecto a considerar diferente al meramente literario.

         Alguna vez leí que lo específico de la literatura es su literaturalidad. Entonces, la teatralidad es lo específico del teatro, teniendo presente que el teatro es, además del texto dramático, su representación; caras de una misma moneda. Mientras la palabra de la narrativa y la poesía es producida para ser leída, la del texto dramático es producida para ser vista-y-oída, lo que le da su significación plena. La teatralidad es inherente al ADN del texto dramático. Si esta es la primera premisa del silogismo que tratamos de comprender, el texto dramático no es literatura sino teatro.

         La diferencia es de antiguo y, como es frecuente, se remonta a Aristóteles. El Estagirita supo diferenciar a quienes empleaban la mímesis para narrar de quienes la empleaban para representar a los actuantes, y marcó diferencias entre narrar y representar. Y aunque no lo dice en forma expresa, se deduce de su argumentación: en el texto dramático no hay intermediarios porque se realiza en presente ante el espectador.

         La discusión puede resultar bizantina y no alcanzar una conclusión. El premio Nobel de literatura ha premiado a algunos dramaturgos, tales Harold Pinter y Eugene O’Neill, aunque ignoró a Arthur Miller. Esto a nivel internacional. En lo que concierne a nosotros, poquísimos dramaturgos son equiparados a nuestros narradores y poetas, José Ignacio Cabrujas e Isaac Chocrón por ejemplo. Pero bastantes quedan al margen e ignorados. ¿Podríamos decir que la obra de algún dramaturgo nuestro tiene la misma significación que la de Rafael Cadenas?

         Creo que una diferencia es determinante. En la narrativa estamos ante un narrador que refiere lo que le sucede a terceras personas. En el texto dramático estamos ante esas personas, sin poder evadirlas ni mediatizarlas. Actúan y hablan con crudeza, sin medias tintas, groseramente.

         Entre nosotros las diferencias existen, aunque no sea a plena conciencia. Fue creado el premio nacional de teatro, que se otorga a dramaturgos, directores y hasta a actores. No recuerdo que el premio nacional de literatura le haya sido dado a un dramaturgo.

         Así es, aunque la eventual discusión termine siendo bizantina.