citadinos/gestión urbana

DE PERTENENCIAS Y ORTOPEDIA, AL PIE DEL AVILA.

Elio Palencia

EXTERIOR/ DÍA. MIRADOR DE SABAS NIEVES. El Hombre llega. Resopla, se sienta, se descalza. Palpa sus pies. El empeine, el arco maltrecho por la subida hacia un reencuentro que se le ocurre necesario. Respira como si quisiera que el paisaje contemplado le cupiera dentro… ¿Es mía? ¿Soy de ella?

Allá, lejos, su edificio, tras el cual le sonríe una nube con voz de socarrona abuela virgen: “¡El pobre, mijo, en la plaza Bolívar, si es posible! Junto al boticario, el jefe civil y los bomberos”  El Hombre suspira y piensa: ¿Se puede ser pobre, abuela, si justo al despertar puedes ver el Ávila y recordar que ningún día es igual a otro? Silencio. La nube… DISUELVE A:

EXTERIOR/DÍA. AVENIDA URDANETA. Cuarenta años antes. El humo de los tubos de escape devela las manitas de El Niño asomando desde el Wolsvagen. Todo ojos y orejas acusando cornetas y “¿qué es un parquímetro, papá?” Vértigo bajo ese elevado más real que el de “Los Supersónicos”. Quince kilos de fascinación, El Niño se pregunta si entre tanta gente aparecerá Robotina, ¡si eso es el futuro! ¿Aparecerá Lucecita luciendo inocencias y crinejas por estas calles? ¿Cuál ventana abrirá América Alonso para contarle a la vecina sus casos y cosas de casa? ¿De qué zaguán saldrán Las Morochas con sus ingredientes para cocinar su Pastel de Chucho? ¿En cuál  estadio Davalillo le estampará su autógrafo a Tomasito, mientras Robert y Akela lo creen perdido en las fauces del Pico Naiguatá? ¿Qué poste de estos será el palo encebado cuya cima promete una boda con tequeños y centros de mesa? ¡Arte Katino, la joyería del gatito simpático! ¿Y si ahí está Musiú Lacavalerie, papá, y me da un regalo “para mamá en primera base”? CORTE CALIENTE A: INTERIOR/DÍA. CONSULTORIO.  El Niño baja de sus cielos catódicos y ve cómo su piececito es medido por un señor gigante con lentes culo de botella. “Deja la malacrianza, hijo, que a esto vinimos a Caracas: a encargarte tus botas ortopédicas”.

EXTERIOR/DÍA. CALLE DE PUEBLO. El Bachiller con su mochilón a la espalda sostiene la lágrima en el esternón. La Madre, detrás, no puede con la suya. Él lucha por no voltear. Mira las nubes y siente culpa por abrir el pecho hacia mucho más que la escuela de Sociología, y el teatro, y la literatura, y la cinemateca y los museos, y la piscina pública, y la noche y el desenfreno de pollo altivo y hormonado, y el éxtasis y la risa y el dolor y la traición, y la desidia y la muerte, y lo que no existe y puede ser, y el golpe y la metralla, y el afán de justicia y la baja autoestima, y la autonegación, y la resurrección de cada día ¡y el mundo ancho queriendo no hacerse ajeno!  La posibilidad de hacer del caos cosmos, envuelta en tres sílabas de cacareo caribe anunciado por un colector del autobus: “¡Caracaracaracaracas!” El Bachiller no cede a la tentación de voltear y ver a La Madre sujetando ombligos. Mira una nube y ahí está La Abuela sonriendo, señalándole los pies, recordándole la necesidad de pisar firme.

INTERIOR/NOCHE. CHINCHORRO EN CORREDOR PROVINCIANO.  “Y el doctor agarró tus piececitos de recién nacido y te dio tus nalgadas” “¿Y lloré, abuela?” “¡Un berrido que se oyó de aquí a Paraguaná!” “¿Y por eso salí plancheto como mi abuelo, y no fundillúo como mi papá, o mi mamá, o tú, o mis hermanos?” “¡Tal cual!” “Pero, ¿a ustedes cuando nacieron no les hicieron lo mismo?! “Gua, sí, pero es que a ti el galeno te dio con más fuerza ¡Si hasta gritó!” “¿Gritó?” “¡Bien duro: te dio el carajazo y te dijo: Pa’ Caracas!”

La arepa en una Caracas urbanizada.

Por: María Elena D’Alessandro Bello.

El pasado reciente de Caracas está recreado en excelentes fotografías, relatos autobiográficos, ficciones y testimonios que nos brindan la imagen una ciudad otra, pero un relato menos usual y más temerario es la memoria de un sabor vinculado a una de las costumbres culinarias más arraigadas en todo el país como lo es el desayuno o la cena con una arepa rellena.

En los primeros años de la década de los años sesenta, en una ciudad que se urbanizaba en las más diversas las direcciones, una de las escenas de mi niñez era ir con mi tía a comprar “las arepas para la cena”. Nos íbamos en su carro a comprarlas en una casa familiar donde elaboraban arepas de maíz pilado. Era una pequeña casa en la misma urbanización donde residíamos, Los Palos Grandes, donde unas mujeres trajeadas con uniformes blancos, dentro de la asepsia más absoluta, vendían arepas al público, un negocio familiar hecho y dirigido por las mujeres de la casa. Las señoras las almacenaban en una especie de baúl o cajón de madera, bien forrado en su interior con una tela gruesa, posiblemente para preservar el calor de las mismas hasta la llegada de los clientes y dispuesto a tal fin al lado de un improvisado mostrador. Las tenían listas para meterlas en una bolsa de papel según la cantidad que solicitara cada cliente. La pequeña quinta no tenía anuncios ni letreros, pero la gente de la zona sabía que allí las vendían, las personas llegaban y esperaban pacientemente para ser atendidas. Las arepas eran grandes, gruesas y con visos de su cocción en las marcas oscuras de las rejillas en las que se habían asado. Mi tía comparaba seis, una para cada uno, y, al llegar de regreso con el ansiado majar, encontrábamos la mesa dispuesta y servida sólo a la espera de las arepas para comenzar la cena. El olor era esplendido, solamente superable al sabor de tan singular alimento.

La cotidianidad de esos días que pasan con calma y alejados de la prisa parece una ficción, pues una rutina familiar que se activaba al caer la tarde desapareció en una ciudad donde la modernización introdujo en la cotidianidad del hogar licuadoras, -llamadas también osterizer aludiendo a la marca- asistentes de cocina y hornos a gas de mucha precisión, entre otras comodidades. Parte de los adelantos de esa modernización e industrialización del país fue la creación e introducción en el mercado de la harina pre-cocida o Harina Pan, que con sólo agregar agua, sal y mantequilla estaban hechas.

En los años sesenta vivíamos en Caracas con las dos opciones para comer arepas: la que se hacía con harina pre-cocida y las artesanales de maíz pilado que se compraban recién hechas, tibias y que no sobrevivían para el día siguiente. Como todo producto nuevo tuvo que luchar con una tradición muy arraigada con la ventaja de que lo que hacía era facilitar el trabajo doméstico. No es solo publicidad que la marca Harina Pan ha cumplido cincuenta años, es que la arepa de la época preindustrial y la industrializada convivían felices en una ciudad donde se elegía entre ir a comprarlas o hacerlas en casa con harina pre-cocida. Las diferencias entre ambas era algo en el sabor y cierta textura, decían mis tías, aunque la la arepa de maíz pilado comprada era superior en aroma y sabor.

El pragmatismo de la vida moderna nos ha hecho olvidar la presencia de la arepa de maíz pilado en nuestras mesas, mas la tradicional comida no se relegó ni se dejó de lado gracias a la presencia en el mercado nacional de la harina pre-cocida, fácil de elaborar y con un precio accesible para todos. Hacer una arepa artesanal, pilando el maíz y preparándolo para lograr el producto final, se hizo lento y complicado ante la facilidad que brindaba la harina pre-cocida. La ciudad que se urbanizaba rápidamente, se llenaba de gente que migraba del interior o llegaba a hacer vida en el país desde otros países del mundo se asimilaba al sabor, la comodidad en su elaboración y la alternativa que constituía frente al pan de trigo. La introducción del producto no fue sencilla como lo demuestra el hecho de que casi por una década convivieron ambas versiones. Finalmente, la Harina Pan se impuso porque simplificó su elaboración sin contravenir las costumbres, tradiciones y sabores preservando así una elemento básico de la comida del venezolano.

Lamentablemente luego de la década del sesenta, el negocio de “arepas caseras de maíz pilado” no sobrevivió ni a la vertiginosa urbanización de Caracas ni al pragmatismo que ofrecía la harina pre-cocida. Lo que está presente en la idiosincrasia del caraqueño es la costumbre de desayunar o cenar con una arepa bien en nuestras casas bien en comercios creados para tal fin: las areperas.

Lejos de una versión tipo panadería donde se compra el pan para acompañar la comida del día, las areperas fueron creadas tipo cafetería americana para comerlas allí ya preparada con el relleno que se desee como una comida completa o para llevárselas listas. En un primer momento a esas arepas rellenas las llamaron tostadas, y aunque conviven las dos nomenclaturas, el público ha introducido nombres singulares para la arepa según el relleno bautizándolas con nombres propios, siendo la reina pepiada la más famosa, seguida por la pelúa, la dominó y la catira. La tradición no solamente sobrevivió sino que se ampliaron sus opciones de comercialización, conviviendo al lado de las panaderías, cafeterías y comidas rápidas o “fast food” como una opción más.

El pragmatismo vinculado a nuestra arepa llegó a un nuevo nivel debido a la aparición del “tosty arepa” que al colocar la masa las asa en siete minutos, saltándose el paso previo de colocarlas en el budare antes de asarlas en el horno. Este producto ha tenido mucha acogida y aparentemente llegó para quedarse.

En la caracas de hoy conviven muchas formas de elaborarlas, versiones, tamaños, rellenos; asadas, hervidas o fritas, las comemos en casa o las compramos en la calle, queremos que no nos falte porque son parte de nuestra tradición culinaria y las necesitamos e nuestras mesas.

“Si Nos Dejan”, solo para mí…

Clara Freire

La Rocola: esa mítica caja que tiene la magia de regalarnos sonidos. Quien no se ha visto atrapado, al toparse con una, por esa necesidad de ir a apretar el trío de botones que nos premiará con la canción escogida. En estos momentos, existen pocas o ningunas rocolas en los sitios que frecuentamos en nuestra citadina ciudad capital, Caracas. Puede ser que logremos ver todavía alguna en algún bar de pueblo, o de las antiguas parroquias caraqueñas, donde el dueño, atado a sus costumbres, todavía mantenga la mítica rocola en funcionamiento. En los últimos tiempos, muchos, sobre todo los más jóvenes, la han conocido en fiestas donde la anfitriona contrata a La Casa de las Rocolas, c.a. para que le alquile una Sinfonola Wurlitzer,  llena de discos con la música adecuada para el tipo de público que asistirá. Cosa impensable en los tiempos de mi infancia, donde me escapaba con mi moneda de un Bolívar al Resturante Brillante en La Guaira, justo al lado del de mi padre, para introducirla en aquella caja, que a mí se me antojaba mágica, ante aquella coincidencia de meter una moneda por la ranura y que sonara una canción. Eran cuatro por un bolívar. Dada mi corta edad, las canciones que sonaban eran las que el azar de mis dedos encontraba. Por lo general,  canciones del amplio repertorio del bolero y la música ranchera mexicana.  Así, que crecí, como muchos otros, acompañada por la voz de los grandes intérpretes mexicanos, como: Jorge Negrete, Pedro Infante, Javier Solís, Miguel Aceves Mejías, y por supuesto, la gran Lola Beltrán.  

La  canción ranchera comienza su expansión en México a raíz de la guerra de independencia, y llega a su máximo esplendor en los años cincuenta de la mano de José Alfredo Jiménez y las grandes voces mexicanas del momento. Esta música ranchera tradicional, autóctona de México, se une con el Bolero, género que remonta sus orígenes en España, pero que encuentra su cuna en Cuba, para dar paso a lo que los entendidos llaman el Bolero Ranchera.

De todo ese amplio repertorio de canciones existe una: “Si nos dejan”, acompañante de imborrables momentos. Letra y música de José Alfredo Jiménez, considerado uno de los más grandes y profusos compositores mexicanos de música ranchera. Quién en su momento no ha cantado: “El Rey”, “Tu y la Nubes”, “No me amenaces”, “Amanecí en tus brazos”, “Un mundo Raro”, “La media vuelta”, “Te solté la rienda”. Y por supuesto, estrofas como esta: “Si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo. Yo creo podemos ver el nuevo amanecer de un nuevo día”. 

Muchos artistas mexicanos e internacionales han grabado las canciones de Jiménez: Lucerito, Vicky Carr, Rocío Durcal, Alejandro Fernández, Pedrito Fernández, y hasta el tenor, Placido Domingo. Algunos tienen adaptaciones maravillosas a nuevos ritmos, como la que hace MANA en su álbum Unplugged de la canción: “Te Solté la Rienda”. Sin lugar a dudas, la canción mexicana y, por ende, el bolero ranchera resurgió en los años noventa de la mano de Luis Miguel, con los álbumes: “Romance”, “Segundo Romance”, y “Luis Miguel en Concierto”.  Este último grabado en vivo en 1995 y cuya gira promocional tuve la oportunidad de escuchar en Caracas, en el Estadio de Béisbol de La Rinconada, acondicionado para recibir al  que suelen llamar, el astro de la canción azteca. Allí, sentada en la Torre de Sonido por cortesía del Ingeniero de Sonido Análogo del Concierto, amigo de muchas noches en la Nueva York de estudiantes,  ubicada enfrente de la tarima, seguramente en la zona más privilegiada de todo el lugar, pude sentir más que escuchar, como Luis Miguel, cantaba: “Si nos dejan buscaremos un rincón cerca del cielo”. Esa noche, solo para mí.

¿Por qué el metro de Caracas no permite que nos cepillemos los dientes?

José Antonio Barrios Valle.

El metro de Caracas era el orgullo de los caraqueños, la eficiencia y efectividad de este medio de transporte era motivo de alegría para los usuarios ¿qué nos pasó para cambiar tan radicalmente?, antes la gente mostraba su mejor sonrisa en los vagones, ahora no ¿A qué se debe esto? ¿Será que tienen los dientes sucios y si es así porque no se los cepillan? Una hipótesis quizás sea que no les da tiempo de hacerlo. Los retrasos en el subterráneo son el pan de cada día, debido a circunstancias misteriosas ya que parecieran no tener ninguna justificación lógica.

Antes los retrasos se presentaban solo debido a algún suicida que no encontraba otra manera de poner fin al agobio de sus días sobre la ciudad, pero aún en estos tiempos casos parecían tener la amabilidad de no hacerlo en las horas pico. Ahora los retrasos son continuos, los trenes se quedan estacionados más tiempo de lo debido en cada estación, en una espera eterna para su respectivo arranque y marcha para continuar su recorrido, igualmente las paradas ocurren en los túneles, entre una y otra estación, lo cual no da a los usuarios ni siquiera la posibilidad de salir corriendo del vagón, ocasionando ataques de claustrofobia. Otros inconvenientes son los desmayos ocasionados por la falta de aire acondicionado en la mayoría de los vagones y quizás los silencios y suspensos de la gente al mantener la boca cerrada y por lo menos hacer la espera mas agradable mediante una amena conversación.  No se atreven a conversar para no mostrar los dientes sin cepillar, quizás esta sea una de las razones. Aquí conseguimos algunas pistas, la gente no se cepilla ya que, debido a la ineficiencia del subterráneo, es totalmente imposible el cumplir con toda la rutina que deberíamos completar al levantarnos en la mañana y salir hacia nuestros lugares de trabajo. De hacerlo nunca podríamos cumplir con el horario previsto para la jornada laboral, algo de la rutina de aseo matutino se tiene que sacrificar. Y quizá sea el poder cepillarnos los dientes. ¿Qué podemos hacer para que el metro nos deje cepillarnos los dientes?, ¿Cómo podemos lograr que la gente vuelva a sonreír en el metro de Caracas? ojalá sea posible el poder volver a sonreír en las instalaciones del metro obteniendo todos los beneficios que una buena sonrisa nos puede traer. 

La Ciudad de Todos

Por: Antonieta Madrid

Dicen que la ciudad de Caracas es la Ciudad de Todos.  No hay racismo, ni xenofobia,  ni clase alguna de discriminación. En la Ciudad de Todos, el agua de las fuentes brota libremente mientras el río Donaire se va tiñendo con los colores del crepúsculo y entonces son azules y rosados y amarillos y verdes y morados con toques naranja y pálidos ocres. En la Ciudad de Todos el arcoiris se ve reflejado en los cristales de los inmensos edificios. Caracas, una ciudad para querer. Caracas, aunque llena de verdes es también un bosque de cemento y de metal. Caracas, poblada de espejos: espejos cromados, espejos retrovisores, espejos biselados, espejos pulidos, espejos cóncavos y espejos convexos, espejos encontrados reflejando las imágenes al infinito. Campanas. Mezquitas. Torres y Minaretes. Cúpulas y Pagodas. Palacios de cristal.  Un domo blanco. Un palacio de mármol rosado. Un cubo negro. Carnaval. Reflejos. Reflejos. Reflejos. Carnaval. Salsa. Carnaval. Heavy Rock. Carnaval. Calipso. Carnaval. Hot Reggae. Carnaval. Trópico. Calipso. Carnaval. Carnaval. Carnaval…

Dicen que la mitad de  los caraqueños vienen de otro lugar. Los forasteros  han traído sabor.  La mitad y hasta más de la mitad han venido de muy lejos. Caracas,  una ciudad acogedora.  Lo dicen las revistas internacionales, la prensa en general. Algunos se refieren a Caracas como “la Roma de América”. En el Boulevard de La Gran Banana se encuentra gente de todas  partes del globo terráqueo, de todas las etnias, de todas las culturas, y subculturas y desculturas también. La Babel multicolor avanza sinuosa como una  gigantesca serpiente a todo lo largo del paseo peatonal. Mezcla de lenguas y de hablas. Choque y encuentro de civilizaciones. Sincretismo. Crisol.

Dicen que Caracas es la capital del Cielo. Caracas, un nombre que envuelve y encubre un mundo donde todo es posible, basta con sólo desear. En La Gran Banana, la turba políglota se desplaza  furiosa en un solo ulular, en un solo mirar. Tratan de encontrar algo distinto en las tiendas, tienduchas, puestos de buhonero, boutiques de lujo, sex-shops… Entran en los garitos, kioskos de videoporno, casinos camuflados como restaurantes exclusivos, pero no logran calmar la ansiedad. Van a la deriva y son MacDonals. Kentucky Chicken. Pizza Hut. Comida Arabe. Comida China. Comida Mexicana. Comida Hindú. Comida Trinitaria. Comida Japonesa. Comida Thai. Feria de todas las comidas. Hippies viejos de los años sesenta tomando agua de coco. Policías en moto. Policías a pie. Policías apostados detrás de las esquinas. Policías en relucientes patrullas último modelo. Policías disfrazados de punkies. Policías, simulando mendigos, con la ropa rota. Más puestos de Fast food. Yuppies con ropa deportiva hablando por los celulares. Punkies con las crestas fosforescentes, las caras pálidas, cintas y plumas de colores chillones, piercings y tatuajes lacerando la piel. Militares con uniforme de camuflaje. Militares de blanco.  Fruterías Chinas. Areperas. Juguerías criollas. Luncherías. Perfumerías. Farmacias a granel. Una farmacia en cada cuadra y cada cincuenta metros, un bar…

 Dicen  que el Boulevard  de La Gran Banana, nada tiene que envidiar  a otros lugares famosos del mundo: Portobello Road, La Calle Florida, Fifth Avenue, El Boulmich, El Zail, Saint German des Pres, Kurfürsterdamm, La Gran Vía, Bond Street, El Paseo de la Reforma, Wang-Fu-Ching, La Vía Margutta, Liu-Li-Chang, Worth Avenue, Nowy Swiat, El Damrac, Blecker Avenue, Oxford Street, La Vía del Corso, El Staré Mesto, La Gran Banana en Caracas, la Ciudad de Todos en El Valle Feliz, donde no llegan los huracanes, donde no hace frío ni calor, porque Caracas goza, durante todo el año, de un clima primaveral…

(Tomado de la novela: “De Raposas y de Lobos”. Alfaguara)

Caracas, la maestra

Por: Acuarela Martínez

La adolescencia parecía haberme hecho una trampa con esa pausa extemporánea. Debo decir que fue voluntaria la forma en que presumí de ser grande e irreverente y me propuse desafiar las normas impuestas en casa. Como no era ducha en la materia, el plan no salió como esperaba. Una reprimenda determinante de mi madre, me colocó en el área laboral con apenas 15 años, como forma de aprendizaje a mi conducta desviada.

Fue cerca de “Ibarras”, esa esquina folklórica de Caracas, donde la vida comenzaba a las ocho de la mañana. Los transeúntes se mezclaban en distintas direcciones, con prisa de llegar a sus respectivas labores. Un aroma característico se apreciaba en la avenida, que contaba entonces con diversidad de pastelerías ofreciendo exquisitos hojaldres, jugos de frutas coloridos y una que otra venta informal se encontraba, discreta, a orilla de alguna acera en las calles laterales.  “Picadilly” era mi favorita. Ninguna otra en la zona ofrecía pasteles de semejante calidad. La textura de la masa parecía haberse hecho al instante y cada capa se deshacía en el paladar tibia y suave, destacando al final, todo el sabor del relleno. Casi todos los caminantes llevaban pequeñas bolsas de color marrón, con desayunos que, posteriormente disfrutarían en sus puestos de trabajo. En esos tiempos, el uso de loncheras no era tan común como en la actualidad, así que era fácil y económico, optar por comprar algún almuerzo en la zona en horas de mediodía o llevarse algún tentempié desde casa que aplacara el hambre en el receso meridiano. Pero el desayuno era casi imperioso comprarlo de camino.

Mi destino era la Esquina de Maturín, caminando hacia el norte desde Ibarras. En mi recorrido pasaba por numerosos locales que aún permanecían intactos en el tiempo. Recuerdo una especie de librería antigua, con vidrieras desvencijadas y vidrios de aspecto turbio, que exhibía libros viejos y empolvados. Siempre me pregunté si realmente vendían ya que jamás vi a nadie entrar en ella. Más tarde me enteré que fue una antigua editorial y que allí podían adquirirse obras completas de Andrés Bello y otras joyas literarias no comerciales.

Una de las puertas más pintorescas era la de un Garage sin nombre en cuya pared contigua había una placa de metal que rezaba que en esa esquina, se construyó la primera casa de la ciudad.

Dos negocios previos a mi lugar de trabajo, se ubicaba, justamente entre “Ibarras y Maturín”, la Peluquería Alessandro. Fue una de las pioneras en promocionar pelucas que fueron la sensación de los años 70 y muchas artistas de renombre acudían allí con el fin de adquirir tan preciado accesorio para cambiar su imagen.

Los años fueron pasando y se modernizaban muchas de las estructuras de calles antiguas cercanas a la esquina de Ibarras. Algunos espacios de la zona, aún conservaban cuestas y bajadas con escaleras con hermosas y elaboradas barandas, construidas en sus inicios por los mismos propietarios de las casas. En ocasiones se veían personas mayores a mediados de la tarde, sentadas en sillones, disfrutando del fresco, rezando un rosario o sencillamente en silencio, viendo a la gente pasar.

Mi tiempo por esta área de la ciudad estuvo  marcado por el ímpetu adolescente. De estudiante, me convertí en vendedora de una perfumería hasta que, temerosa de no lograr alguna profesión en mi vida, volví a los pupitres con otra actitud de seriedad y compromiso para lograr nuevas metas.

Fueron tiempos de aprendizaje, porque Caracas, sin duda, siempre será una gran maestra.

Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer.Gabriel García Márquez. “La infeliz Caracas”

HABLANDO DE CARACAS

Zulma Bolívar

Un valle maravilloso, donde el verde y el agua fluyen naturalmente en permanente primavera. Territorio donde convive la urbanización, algunas veces formal y consciente, con otra auto producida, solo controlada por la necesidad, bajo la mirada complaciente de los tomadores de decisión.

Muestra viviente de la fragmentación de poderes y la irresponsabilidad. Una ciudad que en los 80’ fue ejemplo de Latinoamérica, hoy sobrevive al caos por falta de institucionalidad y carencia de políticas públicas concertadas.

Una ciudad limpia, accesible, en movimiento, productiva y emprendedora, gobernable y sostenible, con amplias aceras despejadas de obstáculos y plazas llenas de cultura y recreación, debería ser la Caracas posible.

La ciudad es nuestra casa grande, es espacio que visto desde arriba resulta inmenso, que es de todos, pero no es de nadie a la vez, un valle atrapado entre montañas, donde habitamos y cotidianamente nos desplazamos, trabajamos, educamos y si es posible hasta nos recreamos. Es el espacio donde todos coincidimos, nos encontramos y convivimos, pero que nadie percibe que debe ser normado u oficializado. Es un espacio plural, donde los entes gubernamentales deben demostrar coordinación, equidad, calidad y eficiencia, porque son ellos los que definen su estructura, mantienen sus servicios y cuidan su alma.

Siempre me apasionó la ciudad, su planificación y gestión. En 1983 junto a la OMPU, la gran y única Oficina Metropolitana de Planeamiento Urbano, participé en el diseño del Plan Caracas2000 donde la vialidad y los usos del suelo marcaban la pauta. Unos años más tarde, en 1991 nos llega la Ley Orgánica de Régimen Municipal y Caracas ya no se divide en Distrito Federal y Distrito Sucre, sino en cinco municipios, a partir de entonces se crean cinco Oficinas Locales de Planeamiento Urbano y desaparece la visón metropolitana. De golpe la ciudad pasa de ser un valle a dividirse en cinco territorios autónomos e independientes y mi gran preocupación pasó a ser su definición y control ¿de quien es la ciudad? ¿quién la gestiona, la construye, la administra y financia sus requerimientos?.

Entender como profesional de lo urbano que la gestión de la ciudad es un hecho políticamente complejo y técnicamente difícil, requiere mucho esfuerzo, pasión y dedicación, pero más allá de la reflexión teórica del deber ser del marco normativo, lograr la implementación de las propuestas resulta mi mayor obsesión.

En el año 2000 la constitución de la República reconoce que Caracas es una sola ciudad y que su gestión debe ser integral, decide finalmente instalar un gobierno metropolitano, ordena la elaboración de una Ley que rija su administración, pero nada cambia, a pesar de que se realizan importantes esfuerzos de concertación y aparece como opción la Planificación Estratégica Urbana. Una nueva forma de hacer ciudad con la participación teórica de todos los actores vinculados a la dinámica urbana, academia, sociedad civil, cámaras, gremios profesionales, inversión privada y todos los niveles de gobierno. Surge el Plan Estratégico Caracas Metropolitana 2010, como instrumento no vinculante.  En diciembre del 2008, surge una nueva oportunidad para Caracas, pero duro poco el encanto, porque en abril 2009, a través de un Decreto presidencial se elimina el Distrito Metropolitano de Caracas, le arrebatan 11 de las 15 competencias y el 99,5% del presupuesto de inversión que tenía la Alcaldía.

Nos dejan la competencia de Coordinación de la Planificación Urbana y Urbanística y con ello, nos armamos de valor para diseñar Un Plan Estratégico Urbano Metropolitano al 2020. Producido y revisado colectivamente, de manera que todos los sectores e instituciones se reconozcan y se comprometan a actuar juntos por un mismo objetivo: mejorar la calidad de vida de los caraqueños.

Un Plan para repensar, reconstruir y rediseñar una ciudad equitativa, basado en el espacio público como el gran estructurador de la ciudad, sitio de encuentro y cultura, red para la conciliación y principal incentivo para la inclusión social y espacial. Con el aval de redes mundiales de ciudades, que insisten en la Glocalidad: pensar Global y actuar Local. Así, el Centro Iberoamericano de Planificación Estratégica Urbana (CIDEU), se transforma en nuestro asesor permanente, adoptando la planificación estratégica urbana como herramienta para incentivar la participación y la cogestión, teniendo al ciudadano como objeto de diseño.

A pesar de que encontramos una ciudad inmersa en el desorden, la dispersión y el aislamiento, nuestra primera propuesta se basa en la integración funcional de gobiernos para la elaboración de una propuesta conjunta. Compartiendo necesidades y recursos, había que procurar la reconstrucción del espacio público, a los fines de estructurar una ciudad armónica, funcional, emprendedora y con visión de futuro. Una forma de motivar la participación fue la convocatoria de Concursos Públicos de Ideas como la forma mas democrática de construir ciudad con ética y estética.

Así surge nuestra primera propuesta de actuación sobre la ciudad: el diseño y consolidación de un Sistema Metropolitano de Espacios Públicos, donde la transformación del antiguo aeropuerto La Carlota en Parque Metropolitano, constituiría la pieza central y detonante del proceso de renovación urbana de la ciudad, la Carlota Decisión de Todos, una propuesta donde nos acompañaron mas de 60 instancias, organizaciones, grupos ambientalistas e instituciones público-privadas.

Una propuesta metodológicamente perfecta, pero que, como todo en este país, no tiene viabilidad de implementación sin antes recuperar la democracia.


PIEL DE ASFALTO

Georgina Ramírez

He ido disolviéndome

para que esta ciudad no me duela tanto

He dejado de llamar niño a sus parques

sudo en el revés de mis formas

y apresuro el paso

-esta vez llegaré a casa-

me digo

mientras invento

la forma del equilibrio

No me engaño

se que todas sus noches

tienen algún perro que aguarda

en vigilia

por el mordisco

aún así

camino sobre su lomo cansado

volteo a ratos

vuelvo a llamar pájaro al canto

me pregunto si en su sombra

cabe tanto suelo

                        y piso

Quizá deba guardarme

para ese infarto que llegará a las 3 de la mañana

mientras la ciudad duerme

con el regazo hinchado

de sostener tanta muerte


EL DESIERTO GALOPANTE

Natividad Barroso García

-¡Mamá! ¡Mamá! ¿Ven! ¿Corre! ¡Mira!  ¡Esos hombres están locos! ¿Están destrozando las flores de la plaza!  ¡Están arrancándolos! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mira! Allá vienen otros hombres con unos aparatos enormes como unas grandes hachas mecánicas.

¡Mira lo que están haciendo! Están quitándoles las ramas a los árboles.

Pero, ¿Qué pasa? ¿La gente no ve nada? La gente sigue pasando. Nadie hace nada para impedir ese horror. Nadie grita porque nadie ha visto lo que está pasando. Siguen peleando por quién adelanta medio metro en esa cola. Nadie se ha dado cuenta de lo que están haciendo esos hombres, ahí mismo, en medio de ellos. Parece que están como hipnotizados, sólo se ven unos a otros en cajas auto-intoxicantes, sólo tienen voz para insultarse unos a otros.

-Sí, hijo. Parece que estamos dentro de una pesadilla. El otro día arrancaron los árboles de la avenida que está más abajo y aquellos otros que ya estaban grandísimos y bellos, ¿te acuerdas?, que formaban con los de la isla del centro un techo de sombra y frescura. 

Ya hace tiempo que desapareció aquella famosa plaza del centro que tenía todo un jardín bien dibujado en forma geométrica, con flores de distintos colores.

¿No sabes que por hacer todo eso se premia? Al gran jefe le han dado una medalla por su colaboración a favor del medio ambiente. Parece que la competencia es por hacer de nuestro hábitat un desierto de concreto lo más pronto posible. Creo que estamos llegando al primer lugar. Vamos a ganar la competencia. Nuestra ciudad será la primera en lograrlo porque ya los árboles de la ciudad fueron exterminados o envenenados por los gases de todas esas máquinas para las cuales se prepara ese hábitat.

-Pero, ¿y la gente? ¿Es que no podemos hacer nada?

-Claro que podríamos. Sólo parece que estamos enfermos, mareados, que no queremos vivir.

-Pero, tiene que haber algo que podamos hacer.

-Bueno, hay algunos grupos que han logrado detener algunas de esas máquinas destructoras. Pero, ¡son tan pocos! ¡Tan aislados!  Se necesitaría algo que despertara la conciencia de todos o de la mayoría de los ciudadanos. Algo que no pudiera pasar desapercibido y que los sacudiera.

-¿Cómo qué?

-Eso sí es difícil. ¿Qué puede sacudir a una población intoxicada, automatizada?

-Pero yo no puedo permitir que nos quiten esta plaza. Yo voy a hacer algo ahora mismo.  Voy a gritarles a esos hombres que se detengan, que interrumpan lo que están haciendo, que esperen a que hablemos con todos los vecinos. Ellos son seres humanos también. Ellos deben recordar lo de “Al árbol debemos solícito amor…”  Ellos me entenderán. Voy corriendo.

-¡No! ¡Hijo, no! Espera. No podrás. ¡Hijooo…!

(Titular del periódico del día siguiente: Madre e hijo enloquecidos fueron aplastados por aplanadora cuando hacían labores de “Mejorando tu ciudad”).

[En Caracas, cuando eliminaron la Plaza La Estrella de San Bernardino]


CARACAS POSIBLE

Autor: Vanessa Ardila

Caracas cuántos techos rojos te han arrancado tan injustamente la praxis y el tiempo. Tan joven y vieja a la vez, con tantas ganas de vida y a la vez tan agotada. Los contrastes marcados de tu silueta generan sentimientos así de contradictorios en tus habitantes, quienes por continuos movimientos pendulares pueden amarte y despreciarte a la vez.

Cuando recorro una y otra vez  el reverso y el anverso de tus crónicas, fotografías y ensayos de esa década gloriosa de los 50, observo desde la nostalgia un tiempo que ya no es, que ya no será. Desde mi presente puedo extrañar algo que nunca vi, que nunca viví, pero que añoro entrañablemente.

En las escaleras de las Torres del Silencio todavía se puede sentir cómo el aire que sube y baja por los peldaños de mármol aún está cargado de un urbanismo integral, de espacios que comulgaban en convivencia plena con sus habitantes y que envolvían a la ciudad en un todo.

Hoy, no dejo de pensar que puedes verte nuevamente así, mágica, pujante, prometedora, con aires que nos arropen a todos en espacios múltiples y posibles, donde se conjuguen en plural tus edificaciones, habitantes y vías, donde tú Caracas seas una sola urbe, una sultana que cobije en armonía tus potencialidades infinitas.


Caracas ya es más Luz, que Paris.

Elba Escobar

Mi ciudad es una ciudad que habito a veces, otras simplemente la observo y la mayoría de las veces me ocurre, me ocurre hasta las lágrimas.

A mi mamá le encantaba mudarse, siempre desestimó la maldición maracucha, esa que reza: ¡Ojalá te mudeís!

Nací en la calle “El medio” del Prado de María, me bautizaron, hice la primera comunión y me confirmaron en la Iglesia “La Milagrosa”, virgen de la cual mi madre era devota, solo esa virgen era de su simpatía, porque la verdad y para ser honestos, nunca le gustaron los curas, ni las monjas, razón por la cual, me salvé de estudiar en el colegio Carmelo. Ella eligió para nosotros, sus hijos, colegios laicos y mixtos, decía que eso de mandar a sus hijos a colegios católicos era un peligro y una ociosidad.

Luego nos mudamos a las Acacias. Casualmente, la semana pasada, estuve filmando una película en Las Acacias y me vi, viviendo en esos pequeños edificios de tres pisos, jugando rayuela, aunque nosotros llamábamos a ese juego “Pisé”, “La ere”, “El escondite”,  “Un dos tres, pollito Inglés”, el teléfono, “A la rueda, rueda de pan y canela”, “la señorita Elba, va entrando en el baile, que la baile, que la baile…” Metras, pepa y palmo, gallito, perinola con las latas de jugo yuquerí y palitos de tintorería, no digo trompo porque siempre fui muy mala con el trompo, estampándome los brazos con las calcomanías que venían en los chicles Bazooka. Y saliendo tempranito para el colegio, que quedaba en la cuadra de atrás, con mi hermana, apenas un año mayor, tomaditas de la mano, con cinco y seis años, respectivamente, solitas, porque no había ningún peligro.

Mi mami sin embargo se asomaba a la ventana de su cuarto, que daba para el patio del colegio y nos saludaba cuando hacíamos fila para entrar a los salones. Fue desde ese patio que mi mamá nos cuidó, sonaba el timbre del recreo y ella salía a la ventana y nosotras mirábamos y le lanzábamos besos, no se le ocurrió nunca decepcionarnos, siempre estuvo allí.

Cuando me tocó pasar a bachillerato, yo dije, “Liceo”, para esa época los mejores colegios, la mejor educación, los mejores profesores, el mejor pensum, era el de los colegios oficiales, la educación privada, estaba muy mal vista. Me zonificaron al colegio Santiago Key Ayala, que iba a estar en el Prado, pero aún no se había mudado la sede, de modo que mi primer año, fue en la que quedaba, “De Glorieta a Maderero”, mi mamá me acompañó el primer día, y me mostró, como llegar a la avenida Victoria y esperar en la parada, el autobús y  a darle a la cuerdita para que parara y bajarme en las avenida Fuerzas Armadas y caminar cuatro cuadras hacia arriba, hasta llegar al Liceo, mientras lo mudaban. Yo tenía once años y durante seis meses, hice ese recorrido solita. Que ciudad, tan amable, tan simple.

Llegamos a vivir en la Avenida Andrés Bello al lado de VAM y de allí llegaba en bus a mi liceo, que ya estaba en El Prado, después que lo inauguró el Propio presidente Caldera.

Una vez nos mudamos a El Paraíso, por un día, porque quien nos alquiló, se equivocó y ya lo tenían palabreado para otra gente, lo que nos hizo, embalar y desembalar  para regresar a la casita del Rosal, donde mi mamá no quería seguir viviendo porque había ratones. Aunque en el patio había dos matas maravillosas, una de cemeruco y la otra de níspero.

De allí nos fuimos a Parque central, esto era para mí, como la casa de los Súper Sónicos, nunca me gustó, allí comencé mis primeros ejercicios literarios, escribiendo poemas sobre la cárcel de concreto donde vivía. Sin embargo fue allí donde descubrí el teatro, un día crucé hasta la vieja casa del Ateneo y se estaba presentado un grupo: “Porque un día salga el sol, sin nubes que lo oscurezcan” Así de largo, era el nombre del grupo, allí supe, que eso era lo que yo quería hacer, aunque para ese momento yo estudiaba en el Pedagógico de Caracas, física y matemáticas.

Ya la ciudad nos estaba cambiando.

Comencé a hacer teatro, vivimos con una tía en Santa Mónica, y luego nos mudamos a Las Mercedes, un edificio pequeño de apartamentos enormes, ahora está Compumoll allí. Y me juré que si algún día tenía posibilidades, me iba a comprar un apartamento y le iba a comprar uno a mis padres, la verdad, estaba harta de mudarme. Para cuando llegó el viernes negro, la liquidación que me dieron en Radio Caracas por la reducción de personal, no me alcanzó para comprar en mi querida ciudad y nos fuimos a San Antonio de Los Altos.

Yo bajaba a Caracas a diario, cómodamente, porque no había tanto tráfico y cuando entraba en la valle coche, se me salían las lágrimas, viendo el Ávila.

Es tan amorosa, tan majestuosamente amable la bienvenida que nos ofrece al entrar a la ciudad nuestro Ávila.

Si veía un camioncito de tablitas lleno de verduras y frutas frescas, de esos que bajaban de los Altos Mirandinos a los mercaditos populares, se me salían las lágrimas de agradecimiento a nuestra tierra fecunda, aunque nací urbana, me atrapó la visión bucólica.

Pasé años escapada de la ciudad, hasta que no pude y decidí regresar, ya con un hijo en combo. La excusa: “Un buen colegio para Simón” Me mudé a “la ciudad satélite” La Trinidad, vía Sartenejas. Desde el ventanal de la sala, divisaba toda Caracas y el Ávila frente a mí, lejano pero más mío que nunca. El muchachito fue creciendo y con él mi susto, por su seguridad, la noche, las fiestecitas, las rumbas, enseñarlo a manejar, darle el carro… Allí me comenzó a doler la ciudad, algo había pasado, y en él, el hijo, se me presentaba la angustia de una ciudad invivible, cuando se tiene un hijo, se tienen todos los miedos.

Me mudé a Los Palos Grandes, el municipio más seguro, y al mes secuestraron a mi hijo, en el propio estacionamiento de mi edificio,  le robaron el carro y lo dejaron afortunadamente sano, en una calle donde consiguió ser atendido por una buena familia, que le prestó el teléfono y me lo trajo de madrugada, para que yo no saliera sola por ahí a buscarlo. Todo parecía oscuro, todo me empujaba hacia fuera

Se fue mi hijo a Australia por intercambio y comencé a dormir tranquila, que vaina tan loca, mi hijo, del otro lado del mundo y yo dormía tranquila, porque él estaba en una ciudad segura. Pero me regresó hombre, y un día me dijo: no es la ciudad mamá, es el miedo, ese es el peor enemigo.

Y entendí y le dí la razón, y conmigo muchas madres y muchos padres escucharon a sus hijos, dueños de su ciudad, más dueños que nosotros, nos invitaron a tomarla, y empezaron los milagros… la toma de la ciudad, los artesanos, los músicos, los libros, los escritores y poetas, los actores, los comediantes, los ciudadanos, los cocineros, los comerciantes…

Ya Caracas es nuestra de nuevo, es celebración y es verde y todavía nos alimenta de mangos en Mayo y de mandarinas en Noviembre, nos cobijan sus sombras en las aceras sembradas y en el tráfico un buen suspiro y una mirada al cielo Caraqueño nos alivia la espera. Eso somos, caraqueños luminosos porque Caracas ya es más luz, que Paris. 


La Ciudad de Todos

Por: Antonieta Madrid

Dicen que la ciudad de Caracas es la Ciudad de Todos.  No hay racismo, ni xenofobia,  ni clase alguna de discriminación. En la Ciudad de Todos, el agua de las fuentes brota libremente mientras el río Donaire se va tiñendo con los colores del crepúsculo y entonces son azules y rosados y amarillos y verdes y morados con toques naranja y pálidos ocres. En la Ciudad de Todos el arcoiris se ve reflejado en los cristales de los inmensos edificios. Caracas, una ciudad para querer. Caracas, aunque llena de verdes es también un bosque de cemento y de metal. Caracas, poblada de espejos: espejos cromados, espejos retrovisores, espejos biselados, espejos pulidos, espejos cóncavos y espejos convexos, espejos encontrados reflejando las imágenes al infinito. Campanas. Mezquitas. Torres y Minaretes. Cúpulas y Pagodas. Palacios de cristal.  Un domo blanco. Un palacio de mármol rosado. Un cubo negro. Carnaval. Reflejos. Reflejos. Reflejos. Carnaval. Salsa. Carnaval. Heavy Rock. Carnaval. Calipso. Carnaval. Hot Reggae. Carnaval. Trópico. Calipso. Carnaval. Carnaval. Carnaval…

Dicen que la mitad de  los caraqueños vienen de otro lugar. Los forasteros  han traído sabor.  La mitad y hasta más de la mitad han venido de muy lejos. Caracas,  una ciudad acogedora.  Lo dicen las revistas internacionales, la prensa en general. Algunos se refieren a Caracas como “la Roma de América”. En el Boulevard de La Gran Banana se encuentra gente de todas  partes del globo terráqueo, de todas las etnias, de todas las culturas, y subculturas y desculturas también. La Babel multicolor avanza sinuosa como una  gigantesca serpiente a todo lo largo del paseo peatonal. Mezcla de lenguas y de hablas. Choque y encuentro de civilizaciones. Sincretismo. Crisol.

Dicen que Caracas es la capital del Cielo. Caracas, un nombre que envuelve y encubre un mundo donde todo es posible, basta con sólo desear. En La Gran Banana, la turba políglota se desplaza  furiosa en un solo ulular, en un solo mirar. Tratan de encontrar algo distinto en las tiendas, tienduchas, puestos de buhonero, boutiques de lujo, sex-shops… Entran en los garitos, kioskos de videoporno, casinos camuflados como restaurantes exclusivos, pero no logran calmar la ansiedad. Van a la deriva y son MacDonals. Kentucky Chicken. Pizza Hut. Comida Arabe. Comida China. Comida Mexicana. Comida Hindú. Comida Trinitaria. Comida Japonesa. Comida Thai. Feria de todas las comidas. Hippies viejos de los años sesenta tomando agua de coco. Policías en moto. Policías a pie. Policías apostados detrás de las esquinas. Policías en relucientes patrullas último modelo. Policías disfrazados de punkies. Policías, simulando mendigos, con la ropa rota. Más puestos de Fast food. Yuppies con ropa deportiva hablando por los celulares. Punkies con las crestas fosforescentes, las caras pálidas, cintas y plumas de colores chillones, piercings y tatuajes lacerando la piel. Militares con uniforme de camuflaje. Militares de blanco.  Fruterías Chinas. Areperas. Juguerías criollas. Luncherías. Perfumerías. Farmacias a granel. Una farmacia en cada cuadra y cada cincuenta metros, un bar…

 Dicen  que el Boulevard  de La Gran Banana, nada tiene que envidiar  a otros lugares famosos del mundo: Portobello Road, La Calle Florida, Fifth Avenue, El Boulmich, El Zail, Saint German des Pres, Kurfürsterdamm, La Gran Vía, Bond Street, El Paseo de la Reforma, Wang-Fu-Ching, La Vía Margutta, Liu-Li-Chang, Worth Avenue, Nowy Swiat, El Damrac, Blecker Avenue, Oxford Street, La Vía del Corso, El Staré Mesto, La Gran Banana en Caracas, la Ciudad de Todos en El Valle Feliz, donde no llegan los huracanes, donde no hace frío ni calor, porque Caracas goza, durante todo el año, de un clima primaveral…

(Tomado de la novela: “De Raposas y de Lobos”. Alfaguara)


La arepa en una Caracas urbanizada.

Por: María Elena D’Alessandro Bello.

El pasado reciente de Caracas está recreado en excelentes fotografías, relatos autobiográficos, ficciones y testimonios que nos brindan la imagen una ciudad otra, pero un relato menos usual y más temerario es la memoria de un sabor vinculado a una de las costumbres culinarias más arraigadas en todo el país como lo es el desayuno o la cena con una arepa rellena.

En los primeros años de la década de los años sesenta, en una ciudad que se urbanizaba en las más diversas las direcciones, una de las escenas de mi niñez era ir con mi tía a comprar “las arepas para la cena”. Nos íbamos en su carro a comprarlas en una casa familiar donde elaboraban arepas de maíz pilado. Era una pequeña casa en la misma urbanización donde residíamos, Los Palos Grandes, donde unas mujeres trajeadas con uniformes blancos, dentro de la asepsia más absoluta, vendían arepas al público, un negocio familiar hecho y dirigido por las mujeres de la casa. Las señoras las almacenaban en una especie de baúl o cajón de madera, bien forrado en su interior con una tela gruesa, posiblemente para preservar el calor de las mismas hasta la llegada de los clientes y dispuesto a tal fin al lado de un improvisado mostrador. Las tenían listas para meterlas en una bolsa de papel según la cantidad que solicitara cada cliente. La pequeña quinta no tenía anuncios ni letreros, pero la gente de la zona sabía que allí las vendían, las personas llegaban y esperaban pacientemente para ser atendidas. Las arepas eran grandes, gruesas y con visos de su cocción en las marcas oscuras de las rejillas en las que se habían asado. Mi tía comparaba seis, una para cada uno, y, al llegar de regreso con el ansiado majar, encontrábamos la mesa dispuesta y servida sólo a la espera de las arepas para comenzar la cena. El olor era esplendido, solamente superable al sabor de tan singular alimento.

La cotidianidad de esos días que pasan con calma y alejados de la prisa parece una ficción, pues una rutina familiar que se activaba al caer la tarde desapareció en una ciudad donde la modernización introdujo en la cotidianidad del hogar licuadoras, -llamadas también osterizer aludiendo a la marca- asistentes de cocina y hornos a gas de mucha precisión, entre otras comodidades. Parte de los adelantos de esa modernización e industrialización del país fue la creación e introducción en el mercado de la harina pre-cocida o Harina Pan, que con sólo agregar agua, sal y mantequilla estaban hechas.

En los años sesenta vivíamos en Caracas con las dos opciones para comer arepas: la que se hacía con harina pre-cocida y las artesanales de maíz pilado que se compraban recién hechas, tibias y que no sobrevivían para el día siguiente. Como todo producto nuevo tuvo que luchar con una tradición muy arraigada con la ventaja de que lo que hacía era facilitar el trabajo doméstico. No es solo publicidad que la marca Harina Pan ha cumplido cincuenta años, es que la arepa de la época preindustrial y la industrializada convivían felices en una ciudad donde se elegía entre ir a comprarlas o hacerlas en casa con harina pre-cocida. Las diferencias entre ambas era algo en el sabor y cierta textura, decían mis tías, aunque la la arepa de maíz pilado comprada era superior en aroma y sabor.

El pragmatismo de la vida moderna nos ha hecho olvidar la presencia de la arepa de maíz pilado en nuestras mesas, mas la tradicional comida no se relegó ni se dejó de lado gracias a la presencia en el mercado nacional de la harina pre-cocida, fácil de elaborar y con un precio accesible para todos. Hacer una arepa artesanal, pilando el maíz y preparándolo para lograr el producto final, se hizo lento y complicado ante la facilidad que brindaba la harina pre-cocida. La ciudad que se urbanizaba rápidamente, se llenaba de gente que migraba del interior o llegaba a hacer vida en el país desde otros países del mundo se asimilaba al sabor, la comodidad en su elaboración y la alternativa que constituía frente al pan de trigo. La introducción del producto no fue sencilla como lo demuestra el hecho de que casi por una década convivieron ambas versiones. Finalmente, la Harina Pan se impuso porque simplificó su elaboración sin contravenir las costumbres, tradiciones y sabores preservando así una elemento básico de la comida del venezolano.

Lamentablemente luego de la década del sesenta, el negocio de “arepas caseras de maíz pilado” no sobrevivió ni a la vertiginosa urbanización de Caracas ni al pragmatismo que ofrecía la harina pre-cocida. Lo que está presente en la idiosincrasia del caraqueño es la costumbre de desayunar o cenar con una arepa bien en nuestras casas bien en comercios creados para tal fin: las areperas.

Lejos de una versión tipo panadería donde se compra el pan para acompañar la comida del día, las areperas fueron creadas tipo cafetería americana para comerlas allí ya preparada con el relleno que se desee como una comida completa o para llevárselas listas. En un primer momento a esas arepas rellenas las llamaron tostadas, y aunque conviven las dos nomenclaturas, el público ha introducido nombres singulares para la arepa según el relleno bautizándolas con nombres propios, siendo la reina pepiada la más famosa, seguida por la pelúa, la dominó y la catira. La tradición no solamente sobrevivió sino que se ampliaron sus opciones de comercialización, conviviendo al lado de las panaderías, cafeterías y comidas rápidas o “fast food” como una opción más.

El pragmatismo vinculado a nuestra arepa llegó a un nuevo nivel debido a la aparición del “tosty arepa” que al colocar la masa las asa en siete minutos, saltándose el paso previo de colocarlas en el budare antes de asarlas en el horno. Este producto ha tenido mucha acogida y aparentemente llegó para quedarse.

En la caracas de hoy conviven muchas formas de elaborarlas, versiones, tamaños, rellenos; asadas, hervidas o fritas, las comemos en casa o las compramos en la calle, queremos que no nos falte porque son parte de nuestra tradición culinaria y las necesitamos e nuestras mesas.


Ciudad: amada cicatriz.

Mariela Cordero.

“La belleza de la ciudad era,

ni más ni menos,

la belleza de sus heridas”

(Yukio Mishima)

Esta ciudad es como la piel de un amor: testigo de lágrimas y besos

me alejo, no puedo tocarla.

Temo que se enciendan sus cicatrices.

La miro de lejos, como a la piel de un amor,

no confesado.

La repaso fugazmente,

su calma tensa,

su hambre voraz,

su pulso alterado.

Temo que su latir me responda violentamente

me escondo

¿Cómo podré tocarla sin desnudarme primero?