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VENEZUELA Y SUS HIJOS

Leonardo Azparren Giménez

            “Venezuela y sus hijos”, es una expresión usada con frecuencia para señalar lo desagradecidos que hemos sido –somos- con ella, nuestra madre, que tanto nos ha dado. Pero, ¿qué es Venezuela además de un territorio lleno de riquezas naturales, mérito de nadie salvo de Dios y de la propia naturaleza? ¿Cómo ponerla diferente delante de nosotros para tener claro su perfil y, en consecuencia, ponderar la deuda que sus hijos tenemos con ella? ¿Y si esa deuda es con nosotros mismos y no con “Venezuela”? Colocarla diferente delante de nosotros, ahí en la otra acera, puede ser una manera de huir. Nosotros somos Venezuela, más nadie, pobladores y habitantes de un territorio en buena y mala horas pródigo en todo. Hemos sido desagradecidos con nosotros.

            Por eso, la expresión “liberar a Venezuela” pierde significado si no se entiende que se trata de liberar a la sociedad venezolana, liberar a los ciudadanos que convivimos en el territorio llamado Venezuela. La economía, la cultura y la ciencia, también las crisis y desastres sociales, no son obra de “Venezuela”; son obra de ciudadanos concretos nacidos en el territorio conocido como Venezuela. Entonces, cuando se emplean términos tales como construcción y reconstrucción aplicados a Venezuela, en realidad se trata de construir y reconstruir a los ciudadanos que habitamos este territorio.

            Los hijos de Venezuela no existen como tales. Hijos desagradecidos con un trozo de geografía. Depredadores. De manera que hemos sido desagradecidos con nosotros, cada quien consigo y con sus prójimos. A tanto hemos llegado en desagradecimientos, que somos una sociedad que ha ensayado el suicidio. Es la cuerda floja que pisamos, mientras Venezuela suena a ratos a abstracción, a slogan turístico. Hace algún tiempo leí un artículo en el que se decía que éramos una sociedad fallida.

            ¿Qué deseamos para Venezuela; es decir, para nosotros? Algo simple: vivir mejor en libertad. Pero qué difícil; primero debemos respetar los semáforos y ver cumplida la Constitución. Nada más, ni nada menos. Venezuela, es decir, los venezolanos, estamos en deuda con nosotros. Debería darnos vergüenza vernos en un espejo. Deberíamos saber reclamarnos.

            La sociedad alemana, toda, fue la responsable del desastre que provocó en el siglo XX, y supo hacer acto de contrición. Cada alemán carga consigo esa responsabilidad, en mayor o menor medida. Lo mismo ocurre en otras sociedades, en las que sus ciudadanos no desplazan sus responsabilidades hacia la acera de enfrente.

            Mientras no sintamos de verdad el dolor de lo que somos, Venezuela no superará su dolor sangrante. Todos los días nos referimos a una economía que sangra por todos lados, pero poco nos preguntamos si también sangran nuestra conciencia y nuestro intelecto. ¿No sería importante aclarar esto para saber por dónde comenzar? ¿O somos suicidas?

            Estamos en un momento incierto. No tenemos claro el tamaño de la responsabilidad para actuar en consecuencia. ¿Qué hacer con “Venezuela” para pagarle lo que le debemos? Es decir, ¿qué hacer con nosotros/Venezuela para devolvernos la esperanza?

Por allá en 1980, José Ignacio Cabrujas dijo: “Yo creo que la transformación de nuestra sociedad es la única tarea digna de ser vivida, y el más honesto intento de transformación estaría en un reconocimiento de lo que se va a transformar y de los valores que vamos a colocar como objetivos”. ¿Se refería a transformar a cada venezolano concreto con nuevos valores, cuáles?

TREINTA AÑOS: 1992-2022

Leonardo Azparren Giménez

            Es un lapso de tiempo con singularidad histórica. Mucha gente nacida después del primero de estos treinta años solo tiene relativas referencias de terceras personas sobre lo ocurrido antes; tienen un conocimiento precario de la historia para comprender y comparar antes y después. Es fácil –y perverso- imponerles una versión acomodaticia de aquel año, hace treinta. Aunque es tarea del historiador contar lo que sucedió, si pensamos un poco como lo cuenta empiezan los problemas. Por ejemplo al etiquetar el pasado.

            Hace treinta años el mundo recordó, celebró, conmemoró y criticó la llegada de los europeos españoles al territorio después mencionado América. El inicio de la globalización. Poco se comenta cómo hubiésemos sido si en vez de los españoles, hubiesen llegado europeos de otros rincones y estas líneas estuviesen en otro idioma. Sí se siguen pasando facturas por algo de lo que ocurrió, facturas escritas en español, sin considerar que solo los europeos eran los capacitados para llegar hasta donde llegaron.

            También hace treinta años caímos en cuenta de que no era cierto que vivíamos y teníamos una Gran Venezuela, imponente e invencible. Hace treinta años desapareció esa ilusión y aparecimos frágiles e inconsistentes, a la orden de cualquier contingencia. El rey estaba desnudo. Nos dijeron que la historia construida en un proceso de progreso democrático no era tal, y creímos ese discurso. Se trataba, por eso, de refundarnos. El complejo de Adán en su cenit. Una consecuencia ha sido la imposición de una iconografía artificial.

            Quienes vivimos suficientes años anteriores al de hace treinta debemos tener memoria de lo que fueron y fuimos antes. Crecimos con un cierto optimismo porque era posible proponer asuntos futuros y verlos hechos realidad, a pesar de la ilusión de la Gran Venezuela que nos llenó de vanidades. En lo que ha sido lo mío, el teatro, llegamos a creer que éramos la capital mundial del teatro, no porque tuviésemos los mejores dramaturgos de la comarca y una profesión consolidada con un público cierto, sino porque hacíamos fiestas deslumbrantes para asombro y envidia de los vecinos. Sin desconocer la profunda renovación de nuestro teatro iniciada con la democracia a partir de 1958, no dejé de ser crítico de la ilusión y el deslumbramiento mundialistas.

            Asentado en los ochenta, los últimos treinta años han sido una experiencia traumática personal y profesional. El teatro venezolano -¿el país?- experimenta una recesión sin semejanzas. Sobrevive por el esfuerzo titánico de quienes a su vocación por el arte teatral suman un deber profesional; pero con poca o ninguna expectativa. Pocos trabajan casi en catacumbas impulsados por el aprendizaje adquirido en los treinta años anteriores a los actuales.

            Buena parte de estos treinta años han sido de una vida ermitaña, acentuada por la pandemia. Tiempo suficiente para, por ejemplo, escribir los recuerdos, testimonio y crónicas de un crítico de teatro, además de algunos textos sobre lo que fue –ha sido- mi vida académica: griega y venezolana, fundamentalmente.

            Pero los alrededores de la vida ermitaña no han sido, precisamente, pacíficos y cordiales. Veinte años -ya no treinta- de convulsiones en los que la violencia se ha empeñado en imponer otro estilo de vida. Y desde la vida ermitaña, expresando el desconcierto. No solo por lo que sucede alrededor todos los días. También por la sensación de ser inédito habida cuenta la recesión editorial. En fin, treinta años para no olvidar e intentar aprender cuál puede ser la manera de retomar un camino, o iniciar otro alentador con un amplio espíritu de libertad y creatividad.

            Los venezolanos vivimos una vida no deseada. Es la verdad. El desagrado es el estado de ánimo más frecuente. Obstinados de una rutina pesada. Algunos han optado por vivir otras vidas al precio de fracturar el tejido familiar y social. Treinta años para no olvidarlos para que no se repitan.

FRASES PRINCIPALES

Leonardo Azparren Giménez

“Todos los hombres desean por naturaleza saber”. ¿Por metafísico, no será Aristóteles demasiado optimista?

“Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden”. El Estagirita es bastante optimista; falta aclarar qué entender por “bien”.

“El hombre es, en efecto, un animal social, y naturalmente formado para la convivencia”. En vulgo: animal político. Verdad catedralicia.

“El mimetizar, en efecto, es connatural al hombre desde la niñez, y se diferencia de los demás animales en que es muy inclinado a la mímesis”. Molière representó con Tartufo como mimetizar el bien para aparentar ser un buen animal social.

“Vemos que toda ciudad es una comunidad y que toda comunidad está constituida en vista de algún bien, porque los hombres siempre actúan mirando a lo que les parece bueno”, incluso los déspotas y los bárbaros.

“Esquilo: ¿Por qué debe admirarse a un poeta? – Eurípides: Por su inteligencia y su consejo, y porque hacemos mejores a los hombres en las ciudades”. ¡Ojalá siempre fuese así!

“Soy juguete de la fortuna”. Lo dijo Romeo antes de cumplir 18. ¿No sacó conclusiones apresuradas? ¿Por qué Shakespeare forzó la marcha?

Podemos llenar libros con frases principales, dichas y escritas por quienes pensaron la existencia humana. Frases comodines empleadas para resolver cualquier situación y quedar bien ante los otros, a pesar de desconocer las circunstancias de su enunciación inicial. El diálogo entre Esquilo y Eurípides lo creo Aristófanes en circunstancias lamentables para su ciudad: a la derrota militar se sumaba que los dramaturgos no valían la pena por lo que se fue al Hades a ver si resucitaba a alguno de los tres grandes.

Los tiempos actuales son tierra fértil para frases principales, incluso las fabricadas fuera de un contexto apropiado, es decir ausentes de alguna consideración sobre la existencia humana. Es el atractivo y el goce de la retórica, el arte/técnica de saber persuadir. Sin frases principales es imposible persuadir. Es el triunfo de un hombre público porque agrada a los otros, los convence con una frase principal. Aunque el contenido sea deleznable, como ocurre con demasiados habladores públicos.

En teatro son muchas. Pasan al uso común aunque el común de la gente ignora sus razones y circunstancias. En el primer año del siglo XVII Shakespeare acuñó “Ser o no ser”. ¿Quién no la ha dicho alguna vez, aunque ignore su significado profundo? En la revolución francesa surgió aquello de “libertad, igualdad y fraternidad” y no pasó demasiado tiempo para que alguien dijera que un fantasma recorría Europa. Y en circunstancias nada envidiables al pueblo inglés le ofrecieron sangre, sudor y lágrimas, y lo mejor es que asumió el riesgo y supo salir adelante. Cada circunstancia pare su frase principal, aunque sea casi un aborto.

Es decir, hay frases principales comprometedoras, retadoras y controversiales. Los políticos son muy dados a ellas; por ejemplo cuando anuncian un cambio social para mañana sin la menor consideración a los procesos históricos. La frase del anuncio puede perdurar, ser impuesta aunque el cambio social no se dé y, last but not lease, convertirse en ideología. Es el fracaso de la retórica vacía.

Las frases principales o son parte de un discurso o son ocasionales, ocurrencias que resultan buenas. “Moral y luces son nuestras primeras necesidades” es una de ellas. También esta: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que aun aquellos que son más difíciles de contentar en todo lo demás, no acostumbran a desear más del que tienen”. Roguemos para que el buen sentido esté, en verdad, bien repartido en el espíritu y acción de todos.

Ideología e incompetencia

Leonardo Azparren Giménez

Ideología es un término desacreditado por la versión que algunos tienen de él y su uso político. Se le considera la expresión de una visión cerrada del mundo y de la sociedad que, además, orienta al poder para imponer el control social. Con la posmodernidad algunos han hablado del fin de las ideologías; otros consideran que algunos regímenes actúan con base en ideologías periclitadas. La palabra no pudo tener otro origen sino el siglo de las luces (XVIII). Según André Lalande, es el “análisis o discusión vacías de ideas abstractas, que no corresponden a hechos reales”, por lo que conlleva un divorcio entre ideas y realidades. También puede ser considerada la teoría o visión del mundo y de la sociedad que da soporte a un proyecto particular que aspira realizarse mediante la acción.

Ciertamente, es imposible relacionarnos con los otros sin una visión general del mundo y de la sociedad, con la cual ponderar y valorar esas relaciones, y esa visión se construye con ideas, valores y creencias. Ahora bien, una cosa es la visión particular de cada quien y otra querer imponer –hasta a sangre y fuego- las ideas, valores y creencias de las clases gobernantes. Teun A. van Dijk la define como la base de las representaciones sociales compartidas por los miembros de un grupo.

Van Dijk recuerda que según Marx y Engels una ideología dominante es la que esgrimen las clases gobernantes, aunque se debate si controla o no las mentes de individuos y grupos sociales. En Venezuela tenemos una ideología nacional: la bolivariana. Bolívar pensó en todo y es la summa del ser nacional, es insolente que algún venezolano pretenda ser superior a él. En consecuencia, él le da perfil a la nacionalidad. En su palabra está la explicación de todo. Que la ideología bolivariana haya servido y sirva para justificar y dar legitimidad a intereses particulares y políticos es evidente.

Los problemas surgen cuando alguien quiere imponerle una ideología a la realidad para que sea según ella; es decir, cambiar la historia a fuerza de imposiciones políticas. Los ideólogos se revisten de retórica, exprimen argumentos, sofismas, que imponen en mentes débiles con la intención de dar forma a una situación en la que predomine un discurso poco o nada correlacionado con la realidad, pero necesario desde el poder. Esta situación termina por dar forma a figuras sociales que son máscaras que esconden sus incompetencias. El colmo de una ideología es proponer un hombre nuevo despojado de las imperfecciones del sistema vigente, como si fuese posible borrar el pasado de la historia y ser un nuevo Adán. Es un colmo porque tal proposición, tan absoluta, es hecha cuando se carece del menor sentido de la historia y sus procesos. Los ideólogos pecan del complejo de Adán.

Proponer o querer imponer un hombre nuevo desde el poder, modelado por una ideología, es un acto de incompetencia humana, aunque pueda tener eficacia política transitoria. Esa incompetencia se manifiesta, por ejemplo, en la imposición de nombres como si los nuevos cambiasen la realidad. Viví cinco años y medio en la República Popular de Hungría en la década de los setenta del siglo pasado. Una excelente experiencia humana. Regresé de visita en 2008 y me sentí desorientado porque plazas y calles no se llamaban como las conocía: habían recuperado sus nombres anteriores a las imposiciones rusas. Recuerdo que en las escuelas se enseñaba ruso como segundo idioma, pero nadie lo hablaba. Las ideologías no pueden con las creencias nacionales.

La pasajera hegemonía política de una ideología está en correlación inversa con su fracaso histórico, tárdese o no; los ejemplos sobran aunque haya quienes no aprendan. El marxismo soviético había perdido su razón de ser cuando murió la URSS. La ideología bolivariana enarbolada desde el poder por varios regímenes venezolanos no ha hecho que los venezolanos nos sintamos y declaremos bolivarianos. Son ideas incompetentes. Poco después del colapso de la Unión Soviética, la iglesia ortodoxa rusa reivindicó al último zar, y la historia retomó su cauce.

Para imponer su ideología, el poder comienza por controlar las instituciones del Estado, sociales y privadas para impedir el pensamiento crítico. De ahí que la ideología, a pesar de las ideas vacías que la forman, se empeñe en ser realidad, tarea en la que el poder pone en evidencia su incompetencia histórica. El ideólogo pretende que su ideología tenga validez universal.

Herbert Marcuse afirma en uno de sus libros que Marx y Engels consideraron a la ideología una ilusión necesaria que se presenta objetiva e independiente. Atrae, sin duda, en sus primeros momentos; pero cuando se evidencia su alejamiento de la realidad, su incompetencia para contribuir con el desarrollo y el progreso de la vida social, no puede ocultar ser una camisa de fuerza, un mecanismo de control de la mente.

En concreto, las ideologías actúan contra la libertad individual y social. Muy al contrario de los sistemas de valores y creencias de los grupos sociales, que cabalgan en la historia y les dan forma al perfil con el que trascienden las más diversas situaciones políticas.

LA DERROTA DEL HÉROE

Leonardo Azparren Giménez

            Según Aristóteles la tragedia perfecta es aquella cuya acción va de la dicha a la desdicha. Sin embargo, en la tragedia griega no reina el pesimismo ni la visión negativa del ser humano. El tránsito que marca el Estagirita se da en situaciones concretas en las que el héroe trasgrede una norma y padece las consecuencias; es decir, es responsable de sus actos. Algo más de un siglo antes, al referirse a la saga de los Atridas, Esquilo acuñó: “Por el dolor a la sabiduría”, expresión de una fe en la condición humana y la solución de sus incertidumbres. Medea, Hipólito y Fedra son salvados por valores superiores; incluso, el anciano Edipo es santificado. En la tragedia griega no hay héroes derrotados; sí sancionados.

            Otra cosa ocurre con el héroe moderno que surge a partir del siglo XVI, carente de piso sólido que lo sostenga y permita avanzar. En más de un caso, lo único cierto que tiene el héroe moderno es la muerte vacía acompañada de la desesperanza y sin trascendencia. Cuando Inglaterra comenzaba a ser la potencia que fue, avanzando en la modernidad sus héroes dudan de sus existencias con gran pesimismo. Romeo a sus escasos 16-18 años se considera “un juguete de la fortuna”. Innecesario repetir las palabras de Hamlet cuando en 1601 duda. Para Segismundo la vida es sueño. Cuando Estados Unidos emergió potencia universal y absoluta en 1945, sus dramaturgos produjeron las tragedias del fracaso: La muerte de un viajante y Un tranvía llamado deseo. Los europeos no se quedaron atrás después de la desoladora y brutal experiencia de la guerra: A puertas cerradas y El malentendido, por ejemplo.

Shakespeare, ingenioso, aprovecha las incertidumbres de su época para jugar con las identidades de sus personajes, para hacerlos fracasar y darle forma a sus intrigas. Hamlet decide hacerse el loco para ver cómo vengar la muerte de su padre; más o menos igual Yago (“No soy lo que soy”) para vengarse de Otelo. Romeo y Julieta, jovencísimos, se suicidan. Varios equívocos matan a Hamlet. Otelo asesina a su amor y se suicida. ¿Por qué los héroes modernos shakesperianos son así? En el monumento dramático del siglo XX, Vladimir y Estragón tienen más de medio siglo esperando a Godot, sin límite de tiempo.

            El caso inglés tiene raíces concretas, por lo menos es la conclusión a la que he llegado después de algunas observaciones. En la reforma anglicana de los Tudor el cierre de los monasterios y la supresión del culto católico fueron irreversibles. También la destrucción de su literatura y arte. En el breve reinado de Eduardo IV (1547-1553) fueron destruidos los ornamentos de la Iglesia: estatuas, pinturas murales, vitrales, manuscritos y vasos sagrados. También fue reemplazada la misa católica en latín y eliminado el culto a los santos. La memoria personal y colectiva fue borrada.

En 1559 por mandato real se eliminaron las imágenes religiosas por ser símbolos de superstición. Un decreto de 1581, Act of Persuasions, calificó de crimen aceptar la religión católica, y se dio inicio a la inquisición anglicana. En 1583 el embajador español, de nombre Mendoza, refirió la cantidad de once mil católicos encarcelados. En 1585 fue prohibida definitivamente la misa y expulsados los sacerdotes. En una década fueron ejecutados varios centenares de católicos.

            Ser inglés era ser anglicano y viceversa. Ser católico era no ser inglés. La nueva realidad social y política significó un nuevo nacionalismo, la pérdida de una identidad milenaria y algunas razones para dudar. Borrar tantos siglos de costumbres y creencias significó la ruptura con la Europa latina y católica.

Fueron los años en los que creció y se formó William Shakespeare, hijo de católico. Algunos críticos han visto en sus obras cierto pesimismo, ¿respecto a qué? La desolación de Lear no solo conmueve, aterra. Ha perdido todo, carece de la más mínima sustentación ante un horizonte incierto. Lear es el fracaso absoluto. Ibsen es prudente y no describe la libertad que quiere Nora; ella se va nadie sabe hacia dónde. El teatro político también reconoce el fracaso del héroe: los dioses abandonan a Shen-te para que sola solucione su crisis.

El héroe moderno nació enfrentado y confrontado con su subjetividad, como única certeza. Esa relación binaria le resultó estrecha, tanto así que sólo la muerte le fue una certeza, mientras la vida se le disolvía en las manos.

CIVILIZACIÓN Y PERÍODOS HISTÓRICOS

Leonardo Azparren Giménez

    Civilización, período histórico, sistema de costumbres, valores y creencias y sistema socio económico son, me parece, expresiones y conceptos distintos y complementarios. Tal el caso de la civilización occidental, la nuestra, y su actual período capitalista con sus sistemas socio económicos: feudal, preindustrial, industrial, posindustrial, republicano, monárquico, democrático, dictatorial y, ahora, casi robótico. Además, nuestra civilización está configurada por un sistema de costumbres, valores y creencias cuyas raíces son grecolatinas y judeocristianas, con independencia de los sucesivos períodos y sistemas socio económicos. Rusia y China retomaron y consolidan el período histórico capitalista interrumpido por sus revoluciones. El hombre nuevo de esas revoluciones se esfumó sin dejar rastro. Algunos países que niegan el capitalismo parecen necesitarlo para florecer. A dónde nos lleva esto, no sé. Y desconfío de los futurólogos.

    Las costumbres, creencias y valores grecolatinos y judeocristianos de nuestra civilización han pervivido por más de dos mil años con varios períodos y sistemas socio-económicos: greco-latino, incierto en los primeros siglos después de Cristo, feudal, moderno o capitalista. Después del derrumbe y disolución de la Antigüedad, Europa apeló, en medio de su confusión, a la herencia de aquel período y le sumó los aportes judeocristianos para, paso a paso, renacer y consolidar hasta hoy a la civilización occidental.

    Los barones ingleses que enviaron una carta al rey Juan con demantas económicas, sociales, políticas y jurídicas, establecidas y reconocidas en la Carta Magna de 1215, fueron los primeros en defender los derechos privados de producir y comerciar libremente. Han pasado casi diez siglos y, según parece, esos derechos siguen vigentes. Es un momento histórico claro de los primeros tiempos del período capitalista.

    La revolución inglesa de 1642 y la francesa de 1789 cambiaron regímenes políticos y contribuyeron a consolidar el joven período capitalista de la civilización europea y occidental. La revolución industrial europea del siglo XIX y los cambios científicos y tecnológicos del XX consolidaron aún más el período histórico que tiene en los barones ingleses a algunos de sus iniciadores.

    Surgen muchas interrogantes. ¿Puede la acción política cambiar una civilización y un período histórico por otros? ¿Ha ocurrido en el pasado? El paso del período clásico conocido como Antigüedad al mal llamado Edad Media no fue así. Y tengo la impresión de que la conciencia del ingreso a la Edad Moderna en el siglo XVII no fue por algún proyecto político, sino por la dinámica de la historia que le dio forma y consistencia. Cambiar monarquía por república no supone pasar de un período histórico a otro. Los rusos lo intentaron a comienzos del siglo XX y a finales del mismo siglo la historia rusa retomó su curso. Alguna vez José Ignacio Cabrujas comentó que el sistema soviético no había producido un folletín como Crimen y Castigo de Dostoievski. Ahora un zar republicano rige ese país.

    Ha habido intentos de cambiar el sistema de propiedad privada de los medios de producción y, así, la historia. No sé si los teóricos y ejecutores del cambio consideran que ese sistema de producción tiene más de un milenio de gestación, desarrollo y organización, para querer cambiarlo con decisiones puntuales políticas y económicas. Por supuesto, esto no quiere decir que ese sistema de propiedad privada de los medios de producción sea casto y puro. Pero lo cierto es que a lo largo de un milenio ha dado identidad a un período histórico en el que la humanidad ha vivido, para bien y para mal, con asombrosos descubrimientos, adelantos y horrores de toda índole. 

    La pregunta es saber de manera práctica, no teórica, cómo en una civilización es el paso de un período histórico a otro, qué condiciones deben darse para ese paso, saber si puede ser provocado o no, si se tiene claro cómo será el siguiente período histórico que se aspira y/o propone. O si las civilizaciones cambian cuando cambian sus períodos históricos y los sistemas de valores, costumbres y creencias de los seres humanos. Con el ADN metafísico del hombre en el fondo: su libertad.

ALIENACIÓN, ANGUSTIA, SALUD

Leonardo Azparren Giménez

    Los científicos sociales tienen ante sí tareas inmensas para una comprensión orgánica de la sociedad venezolana en estas primeras décadas del siglo XXI, requisito indispensable para iniciar cualquier proceso de reconstrucción o, mejor dicho, de construcción de un nuevo tejido social. Una sociedad que no puede ser considerada en abstracto, es decir como simple objeto de estudio académico, sino como un conglomerado de individuos cuya subjetividad colectiva e individual está dañada, desquiciada, alienada. No es un problema solo social, político y/o económico; es un asunto humano en el sentido más prístino de la palabra.

    En la sociedad venezolana lo urgente suplanta lo importante; lo inmediato se impone sobre cualquier visión de futuro. Entre otros aspectos, significa pérdida del sentido de la historia al ser considerada subalterna de la política, por ejemplo. Es decir, la sociedad venezolana está pendiente de hoy y no percibe bien aquello que se logra a mediano y largo plazo, o es incapaz de proponérselo. En otras palabras, no tiene paciencia para actuar y obtener logros perdurables. En otras palabras, tiene una percepción equivocada de la realidad; está alienada. Perdió lo que pudo tener de sabiduría práctica.

    Cuando empleo realidad me refiero a la situación concreta en la que estamos, a la que le han impuesto un discurso que tiende a esconder la situación concreta a cambio de la del discurso. Es el conflicto entre realidad e ideología; es el divorcio entre la realidad y la subjetividad de los ciudadanos. Por eso, la sensación de no saber qué hacer como sociedad e individuos, perdidos en la maraña de un discurso ajeno de la situación concreta en la que están sociedad e individuo. De ahí la imposibilidad de una acción política clara que produce angustia por su impotencia.

    La angustia social no parece ser asunto clínico sino político e histórico. De las acepciones que tiene el diccionario de la RAE, me gusta: “Aflicción, congoja, ansiedad” ¿Qué tipo de terapia puede aplicársele a una sociedad para que supere su aflicción, congoja y ansiedad? El terapeuta necesitará mucha sabiduría práctica, y también la misma sociedad para ser consciente de su estado y actuar en consecuencia.

    Angustia consecuencia de estar alienada, por estar consciente del discurso impuesto contra la realidad padecida, sin poder superar esta última para borrar la irrealidad y sentirse libre. Kierkegaard, no recuerdo dónde, dice que la angustia es la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad. Entonces, una sociedad que padece la libertad como posibilidad vive angustiada porque no la ejerce. En algún diccionario de filosofía leí que “la angustia es, ciertamente, un modo de hundirse en una nada”. Me pregunto si es posible superar la irrealidad discursiva y la realidad padecida para acabar con la angustia  de tener la libertad solo como posibilidad.

    Cito con frecuencia una expresión de Aristófanes en su obra Las ranas. Pone el comediógrafo en boca del personaje Eurípides que la tarea del poeta es hacer mejores a los hombres en las ciudades; es decir, ayudar a la sociedad para que tenga salud social. La ciudad aludida en esa obra estaba en guerra, derrotada y postrada, por lo que el poeta trató de racionalizar su angustia para superarla.

    Si el mundo es un escenario como afirma algún personaje shakespereano y la vida es sueño según Segismundo, el reto de superar alienación y angustia no es tarea fácil. No es un ejercicio discursivo superar esos discursos. Debe ser un accionar concreto y con eficacia histórica.

Se me ocurre especular sobre la posibilidad de tener salud social, no individual. Es un reto único, porque requiere conocer muy bien cómo se es y está. No estaría demás retomar para tal fin algún postulado clásico, como sería la prudencia (phrónesis) aristotélica aunque luzca una exquisitez, porque según Antonio Gómez Robledo en su obra fundamental Ensayo sobre las virtudes intelectuales, “la prudencia verdadera y perfecta, es la que delibera, juzga y ordena rectamente en vista del fin bueno de toda la vida humana”. Si en política se actuara de esa manera, habría salud social y no angustia y alienación sociales.

Curar la angustia social para tener salud social no requiere de medicina ni de diagnósticos clínicos. Son necesarias acciones constatables y eficaces. Cuando al final de El alma buena de Se-chuan el personaje está en una situación contradictoria incapaz de resolver, Bertolt Brecht tuvo la sabiduría de parar la acción ficticia de la obra y colocó al actor ante el espectador para pedirle que sea él quien con acciones reales resuelva el caso para encontrar un buen final social:

         A fin de poner término a estas dudas

         Buscad vosotros mismos algún medio

         Para que un alma buena pueda hallar

         La solución feliz que exige su bondad.

         Amado público, busca tú un buen final,

         Tiene que existir alguno, tiene que existir,

         ¡Tiene que existir!

De la aldea al universo

Leonardo Azparren Giménez

Si no estoy equivocado, le atribuyen a Leon Tolstoi haber afirmado –más o menos- que hablar de la propia aldea implica y significa hablar del universo. Como extensión casual de ese aserto epistemológico, Marshall McLujan habló de la aldea global. Dos polos en tensión o dos asertos complementarios perfectamente aplicables a la realización de la obra de arte. Dos principios, si queremos más, que explican por qué nos identificamos con dos muchachos veroneses que se enamoran y mueren, seres anónimos en cualquier pueblo de su época.

¿Qué sucede si en vez de hablar de la propia aldea, hablamos de nuestro Yo, si escarbamos en las antípodas de la aldea? ¿También se hablará del universo? Tolstoi era artista, no crítico literario, razón por la cual no hay por qué pedirle explicaciones. Una vez a Samuel Beckett le preguntaron qué quiso decir con Esperando a Godot y respondió que si lo supiera lo habría puesto en la obra. Entonces, el salto de la aldea al universo y, eventualmente, a la inversa, luce un imponderable a la vez que una gran verdad.

Vladimir y Estragón no habitan alguna aldea; están a medio camino en la nada, esperan. El bicho de Kafka sigue desconcertando en su metamorfosis. Willie Loman es inmensamente anónimo en su megapolis, al igual que los personajes de Sartre condenados a estar a puertas cerradas. No hay una aldea en la que se relacionen. Tienen ante sí el espejo de sus existencias solitarias. Los habitantes de un país, cuyo nombre no es mencionado, deciden venderlo en Asia y el Lejano Oriente.

En términos históricos puede afirmarse que la diferencia entre aldea y universo consiste, en la visión realista de Tolstoi de la literatura, en correlación con la realidad y las confrontaciones de otro tipo de visiones con otras/nuevas realidades en el transcurso del siglo veinte. Hasta la renuncia de los grandes relatos que caracteriza a eso que llaman posmodernismo. Algo así ha pasado en el teatro venezolano. La aldea ocupó el escenario desde, grosso modo, A falta de pan buenas son tortas de Nicanor Bolet Peraza en 1873, hasta, aproximadamente, La quema de Judas de Román Chalbaud en 1964. El universo apareció poco a poco, tímidamente. ¿Qué entender por tal? ¿Cuál universo? En los años finales de ese período, el universo se fue colando poco a poco; por ejemplo, en El Dios invisible de Arturo Úslar Pietri.

Hablamos de una tensión que no tiene porqué ser preocupación de los artistas, quienes trabajan con su imaginación, incluso cuando representan alguna aldea. Es asunto de los críticos cuando intentan racionalizar lo que produce la imaginación creadora. En teatro los ejemplos son inagotables por la condición anónima de muchos personajes y sus situaciones. Comparado con Luis XIV, Tartufo es un pobre anónimo que Molière sacó de algún barrio pequeño burgués de su época, como también es anónimo en relación con el poder, Guillermo Orosía en el Pejugal que se imaginó Rómulo Gallegos en El motor.

Que tal o cual personaje le hable a la humanidad con un lenguaje en nada aldeano es interpretación subjetiva de cada quien, que así universaliza a su aldea por muy grande que sea. En la Colonia venezolana fueron representadas obras de Lope, Tirso y Calderón; pero cuidadosamente seleccionadas, a tal punto que el repertorio no incluyó Fuenteovejuna ni La vida es sueño. Es que hay aldeas incómodas.

Algunas veces se confunde lo universal con lo abstracto, aunque lo universal de una obra de teatro no deja de ser la elucubración de un crítico pasado de listo. Y a alguien más le gusta esa universalidad para dejar de sentirse aldeano y sí ciudadano del mundo. Por eso, por ejemplo, algunos autores venezolanos nunca han tenido una escena propia, o la tuvieron muy de pasada. Hoy en día, ¿a quién le interesa La casa de Ramón Díaz Sánchez, si es que alguien la conoce o recuerda?

Llegar a ser aldea y aldeano no parece difícil. Imaginemos por un momento que los venezolanos nunca tuvimos petróleo y hierro. ¿Qué seríamos como sociedad? Habríamos sido un conglomerado aldeano en cuerpo y alma; es decir, aldeano con una visión del mundo quién sabe cuál. Es, por supuesto, una especulación porque la historia ha sido otra, y el petróleo nos universalizó (o internacionalizó). Tenemos, entonces, ambas experiencias, un país que de aldea pasó a ser universal.

Entonces surgen algunas preguntas para saber si avanzado el siglo XXI, como ha avanzado, tenemos un teatro de aldea o del universo; si nuestra dramaturgia se ajusta al aserto de Tolstoi. Cuando nos dijeron que éramos la capital mundial del teatro nos sentimos universales ¿sin serlo? Ahora, posmodernos y revolucionarios la pregunta no deja de ser inquietante. Porque el teatro está concebido y destinado a hablarles a los ciudadanos, a dialogar con ellos, y en ese diálogo es interesante saber si les habla de nuestra aldea con aliento universal. O, seamos realistas, les habla de otras cosas.

En fin, elucubraciones ociosas en tiempos de pandemia. 

Elisa Lerner

Leonardo Azparren Giménez

Elisa Lerner (1932) es la más dramaturga de las escritoras venezolanas de su generación; es la primera dramaturga en sentido estricto por el uso de diferentes elementos que configuran un lenguaje teatral propio. Desde La Bella de inteligencia (1960), Lerner evidenció una específica personalidad dramática, fluida y sorpresivamente madura.

Es probable que su larga estadía en Estados Unidos sea determinantes en la construcción de sus universos imaginarios. La madura soledad de Rosie Davis en En el vasto silencio de Manhattan (1963-1964) ha cae vivir en una nostalgia que se enlaza con la de las protagonistas de La Bella y Vida con mamá (1975). Es claro el propósito general que unifica la dramaturgia de Elisa Lerner, y las estrategias para lograr representarlo.

Lerner pertenece a la generación que irrumpe a partir de 1958. En estos años publicó La Bella en la revista Sardio, producto de haberse liberado de la carga de la carrera universitaria e instaurarse la democracia. En esta obra creó a una mujer fina e irónica que habla sin cansancio de sí misma a un periodista mudo todo el tiempo. En el fondo, habla de la Venezuela que comenzaba libremente a protestar, aunque desilusionada porque aquella democracia no hacía las transformaciones que se esperaban de ella. En alguna ocasión, Lerner comentó que la obra era un monólogo porque los venezolanos habían perdido el hábito de dialogar durante la dictadura.

Lo breve de la producción de Lerner ayuda a no perder sus pistas. En La Bella la impresión somática del país y su humor negro dan forma a la situación básica de enunciación. ¿Es La Bella la misma Elisa Lerner? Los escritores de su generación descubrieron la intimidad de su Yo en correlaciones casi traumáticas con el país. En sus otros protagonistas, este testimonio inicial se transforma en la asunción de la nostalgia como patrimonio personal. La protagonista intenta distanciarse de su entorno cuando lo comenta, viéndolo como no debería ser y añorando lo que sí debería ser. El Yo de Lerner transita en su Bell y se pasea por tópicos noticiosos de la época. El personaje es un soma sardiano, un sentido exterior que con humor se apercibe de su contexto sin ocultar su escepticismo e incertidumbres.

En El país odontológico (1976) y La mujer del periódico de la tarde (1976) se respira la misma atmósfera. La primera es un breve diálogo entre una crítica de arte y una joven con pretensiones de escritora o algo parecido. Ambas se ensartan en decires fugaces sobre arte. Igual que en La Bella, es un discurso impregnado de referencias directas sobre el contexto inmediato en el que Lerner escribe. La otra obra es un breve monólogo sobre recuerdos de una mujer que empieza a sentirse otoñal y sola, acompañada del periódico de la tarde.

No es arriesgado decir que En el vasto silencio de Manhattan es una épica sobre la interioridad del Yo, por el marcado tono descriptivo de los diálogos, en los que Rosie Davis habla de su contexto espiritual y material inmediato. Las doce escenas cortas son de una equilibrada síntesis para configurar de forma justa y necesaria la soledad y soltería de Rosie.

Esa soledad está emparentada con la presencia concluyente de la madre y su excesiva función normativa, que anula las iniciativas de su hija. La Madre cumple el rol de norma moral puritana al censurar la amistad de Rosie con una joven, supuestamente de vida desprejuiciada. Es la cima de la frustración de la protagonista. Ella, que adolece de un temor ancestral hacia la vida, se niega irracionalmente a asumir cualquier riesgo, y así lo evidencia en uno de sus monólogos.

Con los condicionantes de la enérgica presencia de su madre y el miedo al riesgo queda configurada la vida de Rosie. Su trabajo de burócrata anónima en una oficina anónima de Nueva York completa su vida. La soledad deviene en fatum y la libido se enerva y la corroe. Anciana y quejumbrosa porque Tom no volverá, con amargura habla de la misma joven quien, sin quererlo, le recordaba que una vez quiso “mantener una intimidad con los labios de un hombre”.

De pasada, Lerner intercala consideraciones sobre la depresión de los años treinta en Estados Unidos, una referencia que no constituye marco contextual motivador y explicativo de la soledad y creciente marchitez del personaje. La condición de Rosie es casi un dato congénito que lleva a los hombres a verla con conmiseración. Sus recuerdos de juventud, por ejemplo Jim y Nilson, aumentan su soledad. Cuando el primero explica las razones de su viaje sin retorno a California, en busca de un futuro mejor, solo logra hacer de su ausencia una causa más para la soledad de Rosie.

Al final, muere en un soliloquio lleno de vientres vacíos envueltos en neblinas, para usar su propia expresión. Posiblemente así morirán La Bella y las mujeres de El país odontológico yLa mujer del periódico de la tarde. Será la muerte que espera a la Hija en Vida con mamá.

Vida con mamá es el texto más vivo y celebrado de la autora, por la ágil teatralidad de sus situaciones y la fluidez de sus diálogos. Es un compendio del mundo de Lerner con la carga consciente de los recuerdos que llenan a La Madre y La Hija. Son dieciocho los recuerdos en los que destacan “El traje de novia”, “La cigüeña” y dos sobre Salvador Allende, el presidente chileno derrocado en 1973 por un golpe militar. El recuerdo cumple la función de un cúmulo opresivo de actos que definen la vida, cuando la única alternativa futura es la muerte.

Si madre e hija transitan un universo similar al de sus antecesoras, también están presentes otras preocupaciones de Lerner. Los recuerdos de Allende permiten retomar el escepticismo vislumbrado en su primera obra, un escepticismo activo y fustigador que no tiene la relevancia que se merece por el peso de la soledad que las embarga.

Los personajes de Elisa Lerner actúan en función de la interioridad del Yo. Referidos en línea paralela al proceso social, los lleva a presentarse en situaciones límite, en las que los bordes son la soledad congénita, la carencia de comunicación con el otro sexo y la inminencia de la muerte.

3 comentarios en “caleidoscopio

  1. Excelente, Leonardo. Me recuerda a la situación argentina durante los años de la última dictadura (1976-83). Como sabes escribí sobre Teatro Abierto 1981 (se cumplen 40 años) y entre otras causas, la alienación de todo un pueblo… la censura… muchas de las causas que nombras… qué tristeza… Un fuerte abrazo.

    1. Gracias, querido Miguel Ángel.

  2. Muchas gracias por el texto. Es bella tu vinculación primigenia con el teatro, con ese recorte de periódico de tu padre, y como todo se desliza hasta la obra de Samano y Sacristán. Me has dado ganas de volver de nuevo a una sala…

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